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“Oliverio Girondo me luminiza con sus neologismos mascaracú que he leído”

Mónica Angelino responde ‘En cuestión: un cuestionario’ de Rolando Revagliatti

Mónica Angelino

SALTA (Redacción Voces Críticas) Mónica Angelino nació el 5 de septiembre de 1959 en General Rodríguez, ciudad en la que reside, provincia de Buenos Aires, la Argentina. La Secretaría de Educación, Cultura, Deporte y Turismo de la ciudad de General Rodríguez la declaró “Persona Destacada de la Literatura 2019”

¿Cómo te llevás con la lluvia y cómo con las tormentas? ¿Cómo con la sangre, con la velocidad, con las contrariedades?

MA: La lluvia y las tormentas, decididamente, son un fenómeno para mirar por la ventana. No me gusta mojarme ni permanecer con la ropa húmeda. Automáticamente, la necesidad de orinar se apodera de mi vejiga y tengo que hacer esfuerzos para no... Creo, más bien estoy segura, que se origina en un trauma de la niñez donde mi padre, ofuscado por mi llanto y sus retos para que “terminara de llorar”, producía que yo reculara dos o tres pasos y al caer me orinaba, volvía a recular y otra vez me orinaba, todo sin parar de llorar; entonces, en alguna oportunidad, mi viejo me sumergió en la pileta de lavar la ropa “para que me callara de una vez”; supongo que al sacarme y quedar de pie, vestida, mojada y con frío, el pis calentito corriendo por mis piernas era un abrigo. En realidad, no recuerdo el suceso, tenía menos de dos años y mi hermano era un bebé: ¿estaría celosa? La anécdota de cómo “no lloraste ni te measte más, tan maricona como eras”, siempre fue contada por mi padre entre risas. Hay que ¿entender? que esto ocurrió hace seis décadas, el contexto cultural era otro y se aceptaban cosas que hoy son intolerables, aberrantes. Sin embargo, aunque mi cuerpo, mi piel, conservan el registro de ese trauma y pensar en la ropa mojada me da escalofríos, no temo al agua. Si tengo toalla y ropa para cambiarme, apenas salgo del mar o la pileta, “todo está bien”. Caer en la nostalgia, amasar pan o tortas fritas, escribir, no importa hacer qué, decididamente, la lluvia y las tormentas son un fenómeno para mirar por la ventana.

En cuanto a la sangre y las contrariedades, lo tomo como metáforas de existencia en las que, como dice Almafuerte [Pedro B. Palacios, 1854-1917]: “Si te postran diez veces, te levantas…”, porque este mundo, en esta vida que me toca, todo lo que se percibe como pérdida es una muerte y hasta que acurra la mía no puedo más que levantarme una y otra vez. En ese estado permanente de pérdidas la poesía es mi soporte, la que me salva resucitándome cada mañana.

La velocidad es una inquietud que se presta a distintas respuestas: si la velocidad es producto de la nafta o gasolina…, me perturba. Si hablamos de velocidad cognitiva, hoy día, debido al dolor, la medicación, las fibronieblas, ando como tortuga coja. Sí, desde hace unos años padezco de fibromialgia. Solía leer cuatro novelas en forma simultánea. En la actualidad, la concentración apenas me permite, a medio coco, leer algunas páginas del libro, debiendo retroceder unos párrafos cada vez para retomar el hilo narrativo. Mis respuestas, a veces, no llegan al instante, se me pierden las palabras en las catorce puertas y hasta que encuentran la salida ya la conversación cambió de tema. Al principio, no fue fácil lidiar con estas lagunas. Aprendí a reírme de esos episodios que, en ocasiones, se tornan surrealistas y le permiten a mi musa (Telma, mi vaca en la cocina), transformarlos en poemas. También aprendí a “hacer la plancha” y dejar que la corriente me lleve a la playa con las palabras encontradas como salvavidas. De cualquier manera, decir que soy una superada en manejar y elaborar estas situaciones, sería mentir. Hago lo que puedo, hasta dónde puedo y cuento hasta veinte para aceptar mis limitaciones y evitar sentirme peor que si tomara un purgante a medianoche.

¿Qué obras artísticas te han —cabal, inequívocamente— estremecido? ¿Y ante cuáles has quedado, seguís quedando, en estado de perplejidad?

MA: Voy a nombrar dos: la obra artística que me ha estremecido y continúa haciéndolo es una pintura: “El grito” del noruego Edvard Munch, y cabal, inequívocamente, en novela, “Cien años de soledad” me sigue dejando azorada, opípara y me provoca mucha risa. Recuerdo como metáfora genial, a Aureliano, diciendo: “Apártense vacas que la vida es corta”.

¿Tendrás por allí alguna situación irrisoria de la que hayas sido más o menos protagonista y que nos quieras contar?

MA: Todos tenemos muchas historias o situaciones de ese tipo. La que marcó un hito, un quiebre en mi vida personal y literaria, ocurrió cuando luego de deambular de médico en médico y ya pensando que iba a morir sin saber el nombre de mi enfermedad, finalmente, en 2011, me diagnosticaron fibromialgia, al mismo tiempo que me noticiaban de su incurabilidad y de que todas las medicaciones existentes eran paliativos. Tenía que aprender a convivir con el dolor muscular generalizado, el insomnio crónico, la fatiga, amigarme con la enfermedad, continuar con mi terapia psicológica, evitar las situaciones estresantes, los esfuerzos físicos, etc. Así que lo primero que hizo mi especialista fue medicarme con psicofármacos: uno, para inducir el sueño, y otro, para menguar el dolor y “no se preocupe si se siente rara, es hasta acostumbrarse al remedio, en un mes nos vemos”.

Durante ese lapso noté que la pastillita para el dolor, “Pregabalina”, aunque la dosis era mínima, me producía falta de reflejos, tropezones, oír voces, dialogar en voz alta con nadie, caerme. Al mes le referí esta situación a mi reumatólogo, quien optó por recurrir a otra medicación: “Duloxetina” y “en un mes volvemos a vernos”. Fue genial, monstruoso, desopilante. Entré en una especie de locura medicamentosa por intoxicación, donde no distinguía el día y la noche. Recibí amigos, parientes (vivos y de los otros), tomé mate con ellos a las tres de la mañana, salí de caminata en la noche y me encontraron los vecinos. Al volver mi marido de su trabajo nocturno y encontrar el mate y galletitas sobre la mesa, preguntándome qué había hecho yo, le contaba lo ocurrido en forma muy natural (para mí, lo era). Con 35 grados de temperatura junté palitos, hice especies de carpitas y les prendía fuego en la esquina de mi casa. Hablaba con las personas en una lengua inentendible y no comprendía porqué me contestaban con estupideces. No recordaba palabras y no podía pronunciar mi nombre completo. Por supuesto, no recuerdo estas aventuras que, luego, desintoxicada, me fueron relatando (algunas imágenes, entre nebulosas, volvieron a mi mente). Ahí entendí por qué mi hijo vino a dormir a mi casa y por qué insistían en hacerme comer y comer cuando yo miraba el tenedor y no acertaba a captar para qué servía (rebajé once kilos en veinte días). De toda esta funesta y magistral experiencia, algo, sí, recuerdo: estar durmiendo la siesta (aunque no puedo asegurar que “fuera la siesta”) y de pronto oír un mugido, un extraordinario mugido; me sobresalté, pero no me extrañó que una vaca estuviese en mi cocina; lo que me desconcertó fue cómo había podido entrar por una puerta tan estrecha. Tras meses de desintoxicación y estimulación cognitiva para volver a hablar, escribir y reanudar una vida “normal”, esa vaca, en mi delirio descollante de resiliencia, se convirtió en mi musa poética y hasta tiene nombre: Telma. Telma mi vaca en la cocina que me ha dado mucho cuero y leche para poetizar y me lo seguirá dando.

“¿La rutina te aplasta?” ¿Qué rutinas te aplastan?

MA: Las tareas domésticas son una rutina que si no me aplastan se le parece mucho. Aunque debo reconocer que antes esas labores las hacía con el esfuerzo propio de la labor y sin mayor disgusto. Ahora el dolor crónico de base (ni hablemos de las crisis agudas), el cansancio que conlleva el mal dormir y la fatiga muscular que mi enfermedad me generan, logran que cualquier ocupación que emprenda posteriormente “me aplasten”, a veces, por varios días; incluso escribir o leer me produce un agotamiento que me tira en la cama pero, aun acostada, mi cerebro de gusano barrenador sigue escarbando en las palabras para sacarles jugo aunque estén deshidratadas, y cuando obtengo una gota, tomo el celular y la grabo, porque sé que luego se me olvidará; quizás, más tarde, se conviertan en poema.

¿Qué sucesos te producen mayor indignación? ¿Cuáles te despiertan algún grado de violencia? ¿Y cuáles te hartan instantáneamente?

MA: Me indigna, en mi Argentina, la pobreza social en un país donde el hambre debería ser una palabra desterrada de los hogares. Cuando se pronuncia esa palabra, debajo de su superficie también se dice destrabajo, insalubridad, ignorancia, cordero de la política, muerte.

Hace unos meses, en ocasión de un robo dentro de la casa de unos vecinos, mi hijo y yo acudimos a sus pedidos de auxilio, gritando, llamando al 911, parando autos; llegaron más personas y esto hizo que el ladrón escapara arma en mano y en la huida disparara (el tiro no salió) directo al tórax de mi hijo. Aunque presenciando como en cámara lenta el suceso, mi cerebro se adelantó a todo el desastre que finalmente no ocurrió, y de haber tenido un revólver mi grado de violencia estaría, en estos momentos, determinada por los años de condena que me hubiera dado la in/justicia.

Me hartan instantáneamente los poetas petulantes y soberbios que luego de leer lo suyo en un evento o en un café literario se retiran pomposamente sin escuchar a los demás.

¿Qué postal (o postales) de tu niñez o de tu adolescencia compartirías con nosotros?

MA: Tenía cuatro años y vivíamos en Villa Domínico, Avellaneda, provincia de Buenos Aires, nuestra casa era de chapa cartón prensado negro. Negras las paredes, negro el techo, piso de tierra. No hace falta decir que, con las velas apagadas, todo dentro de esas cuatro paredes era muy oscuro; pero acostada, mi cama en un rincón de la casa, el agujero que había dejado un clavo me permitía ver una estrella cuya luz no se colaba; para mí era algo así como un acto mágico: movía mi cabeza unos milímetros para acá o para allá y la estrella desaparecía, me corría y de nuevo estaba ahí. Esa estrella logró que jamás le tuviese temor a la oscuridad. La oscuridad de la pobreza también tiene momentos de luces, y esa estrella era mía, mi brillante riqueza.

¿En los universos de qué artistas te agradaría perderte (o encontrarte)? O bien, ¿a qué artistas hubieras elegido o elegirías para que te incluyeran en cuáles de sus obras como personaje o de algún otro modo?

MA: Pienso que Telma y yo bien podríamos haber sido protagonistas en una prosa de Oliverio Girondo o un poema de Nicanor Parra. No dudo que mi amigo y admirado poeta Jorge Luís Estrella [1944-2014], hubiera escrito algo agudo, sarcástico y regocijante sobre “mi musa”, si la vaciadora no se hubiese llevado su lengua haciéndolo cruzar la línea.

¿A qué artistas en cuya obra prime el sarcasmo, la mordacidad, el ingenio, la acrimonia, la sorna, la causticidad… destacarías?

MA: De los ya citados:

Nicanor Parra: con él he sentido en “propia sangre” que el poeta vive imaginando y que de esa imaginación poética se acrecientan las armas de la resiliencia para elaborar cuanto pueda lastimarme. Además, su acidez, su ironía, fueron el puño sin guantes de la denuncia social.

Oliverio Girondo: me lleva al onanismo cerebral, me orgasmisea, me luminiza con sus neologismos máscaracú que he leído.

Jorge Luís Estrella: un poeta que ha sabido reunir el surrealismo, la antipoesía y los neologismos para escribir desde el absurdo y el divertimento poemas profundos.

El amor, la contemplación, el dinero, la religión, la política… ¿Cómo te has ido relacionando con esos tópicos?

MA: El amor y la contemplación siempre me han dado la mano, agradezco esa ventura. El dinero, si es para encanutarlo o poseer más de lo que puedo gastar, no me interesa. De hecho, una silla de madera, un árbol, yerba y azúcar para el mate con quien compartir, pueden ser un tesoro envidiable. La religión como acto de fe, si buenifica al creyente, bienvenida sea. Yo, allí, soy mala. La política, si no apunta a combatir el hambre, a otorgar bienestar, servicios de salud, trabajo, educación, se transforma en un trajín personal de enriquecimiento, es un medio para robar al que menos posee y ¿cómo relacionarte con eso? Supongo que lo hago a través de la poesía como forma de denuncia y descarga emocional porque duele.

¿Podés disfrutar de obras de artistas con los que te adviertas en las antípodas ideológicas? ¿Pudiste en alguna época y ya no?

MA: Si el arte está presente (no el pancartismo), todo es disfrutable.

Mónica Angelino nació el 5 de septiembre de 1959 en General Rodríguez, ciudad en la que reside, provincia de Buenos Aires, la Argentina. La Secretaría de Educación, Cultura, Deporte y Turismo de la ciudad de General Rodríguez la declaró “Persona Destacada de la Literatura 2019”. Textos suyos han sido traducidos al catalán, inglés, euskera y portugués. Desde 2007 ha publicado los poemarios “El vuelo”, “Ruidos de la sangre”, “Estigmas desechos”, “Fibro”, “Girondeando”, “De perros y zapallos”, “Guerrera”, “Abecedario de la exclusión” y “Metamorfosis domésticas y los truenos del venado”. Integró el volumen colectivo de poesía social “Pan de agua”, así como otro, compartido, cuyo título es “4 poetas en primavera”. Fue incluida, entre otras, en las antologías “Frente al espejo”, “3 + 1. 25 años con la poesía”, “Poesía y narrativa 2017”, “Universos diversos” y “Sinfonía abierta”. Es la compiladora de la antología “Nuestras voces, tu voz” (2019), conformada por setenta poetas reunidos en apoyo a la lucha por los derechos de los enfermos de fibromialgia. En su cuenta de Facebook creó “Fibromialgia General Rodríguez”, a fin de informar y dar contención a pacientes que, como ella, sufren esta enfermedad incapacitante (90% mujeres). En 2012 propició la introducción del Primer Proyecto de Ley de Fibromialgia en la Provincia de Buenos Aires y en 2013 el Primer Proyecto de Ley de Fibromialgia en la Nación Argentina.

Cuestionario respondido a través del correo electrónico: en las ciudades de General Rodríguez y Buenos Aires, distantes entre sí unos 55 kilómetros, Mónica Angelino y Rolando Revagliatti.

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